La ciudadanía italiana ius sanguinis sin límite generacional: Implicaciones constitucionales, europeas y diásporicas

Introducción El principio del ius sanguinis –la atribución de la ciudadanía por la sangre o ascendencia– ha sido la piedra angular de la legislación italiana en materia de nacionalidad desde la unificación del país. Italia, a diferencia de otros modelos estatales, no impone un límite generacional a la transmisión de la ciudadanía por descendencia: en […]

Introducción

El principio del ius sanguinis –la atribución de la ciudadanía por la sangre o ascendencia– ha sido la piedra angular de la legislación italiana en materia de nacionalidad desde la unificación del país. Italia, a diferencia de otros modelos estatales, no impone un límite generacional a la transmisión de la ciudadanía por descendencia: en teoría, incluso un tataranieto de italianos puede reclamar la ciudadanía italiana si se mantiene el vínculo jurídico a través de sus antepasados. Esta política ha contribuido a mantener lazos estrechos con la vasta diáspora italiana dispersa por el mundo, pero también ha generado un complejo conflicto geopolítico y jurídico. En el contexto de la Unión Europea (UE), donde la ciudadanía italiana conlleva automáticamente la ciudadanía de la Unión, surgen tensiones respecto del alcance de la soberanía italiana para definir a “su pueblo” y las implicaciones que ello tiene en sus obligaciones europeas y relaciones internacionales.

Este artículo analiza, con un enfoque técnico-jurídico, el impacto constitucional y geopolítico de mantener un ius sanguinis ilimitado en Italia. Se examinarán los principios constitucionales italianos pertinentes, las tensiones políticas internas derivadas de esta política, los efectos diplomáticos potenciales, y la dificultad de equilibrar la soberanía nacional con los compromisos que emanan de la pertenencia a la UE. El objetivo es ofrecer una reflexión académica dirigida a juristas y expertos en derecho migratorio y constitucional, centrada exclusivamente en la posición italiana, su relación con la UE y su diáspora.

Marco constitucional italiano y la tradición del ius sanguinis

La opción italiana por el ius sanguinis tiene raíces históricas y fundamento en principios constitucionales. La Constitución de la República Italiana de 1948 no define expresamente quién es ciudadano –dejando dicha materia a la ley ordinaria–, pero contiene disposiciones que reflejan la importancia de la diáspora y la ciudadanía. El Artículo 35 de la Constitución reconoce “la libertad de emigración” y tutela “el trabajo italiano en el extranjero”, lo que revela una obligación del Estado hacia sus nacionales más allá de las fronteras. Asimismo, el Artículo 48 garantiza el derecho al voto de todos los ciudadanos, permitiendo su ejercicio incluso a los residentes en el extranjero mediante la institución de la Circoscrizione Estero (circunscripción exterior). Esta última previsión, añadida mediante reforma constitucional en el año 2000, formalizó la participación política de la diáspora en la vida pública italiana, otorgándole representación en el Parlamento nacional. Tales principios denotan un mandato constitucional de mantener el vínculo jurídico-político con los italianos en el exterior, lo cual armoniza con una legislación de nacionalidad abierta a los descendientes lejanos.

En el plano legislativo, la Ley de Ciudadanía Nº 91/1992 –norma vigente en esta materia– consagra el ius sanguinis como criterio central de atribución de la ciudadanía italiana. A diferencia del ius soli (derecho de suelo), que en Italia tiene un carácter residual y restrictivo, la ciudadanía iure sanguinis se transmite sin límite generacional, siempre que se pueda probar la cadena de descendencia a partir de un antepasado italiano y que ninguno de los ascendientes haya renunciado a la ciudadanía italiana en la línea de transmisión. Esta continuidad generacional sin término es un rasgo inusual que Italia ha mantenido, en buena medida, por deferencia a su historia migratoria: entre fines del siglo XIX y mediados del XX millones de italianos emigraron a las Américas, Europa y otros continentes, y la República, fiel a su tradición, ha buscado reconocer a sus descendientes como parte integrante de la nación italiana. Cabe señalar que, tras la Constitución de 1948, la igualdad entre hombres y mujeres permitió superar las antiguas limitaciones que impedían la transmisión por línea materna (discriminación que fue eliminada jurisprudencialmente y luego legalmente). Así, el diseño normativo actual refleja una concepción étnico-cultural de la ciudadanía, basada en la sangre y la continuidad familiar, que coexiste con principios democráticos (todos los ciudadanos son iguales en derechos, art. 3 Const.) y con el creciente pluralismo de la sociedad italiana contemporánea.

No obstante, esta apertura generacional ilimitada no está exenta de debate dentro del propio ordenamiento italiano. La identidad constitucional italiana debe conciliar, por un lado, la vocación universalista de algunos de sus principios (derechos inviolables de la persona, deber de la República de promover la cultura italiana en el exterior, etc.), y por otro, la necesidad de definir el cuerpo de ciudadanos que constituyen el pueblo soberano. Algunos sectores consideran que la noción clásica de ius sanguinis responde a valores tradicionales y al deber moral de Italia hacia sus emigrantes y sus familias; en cambio, otros opinan que el contexto actual exige repensar esta noción, por posibles incoherencias con la realidad social y con las obligaciones internacionales asumidas por el Estado.

Ciudadanía italiana y ciudadanía europea: un delicado equilibrio

La pertenencia de Italia a la Unión Europea añade una capa de complejidad a su régimen de ciudadanía. Desde el Tratado de Maastricht (1992), toda persona nacional de un Estado miembro es automáticamente ciudadano de la Unión Europea (art. 20 del Tratado de Funcionamiento de la UE). Por tanto, la ciudadanía italiana opera como puerta de entrada a la ciudadanía europea, con todos los derechos aparejados: libre circulación, residencia y trabajo en cualquier Estado miembro, derecho de sufragio en elecciones municipales y al Parlamento Europeo en el Estado de residencia, protección consular de otros Estados miembros, entre otros. Esto significa que cuando Italia reconoce como italiano a un descendiente de su diáspora, está simultáneamente extendiendo la ciudadanía de la Unión a un individuo que puede no haber tenido ninguna conexión previa con el territorio o la comunidad europea.

En principio, la determinación de quién es ciudadano es competencia exclusiva de cada Estado miembro, una expresión de su soberanía nacional. El derecho de la UE respeta esta facultad: así lo ha reiterado el propio Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) desde el caso Micheletti (Sentencia TJCE de 1992) al afirmar que corresponde a cada Estado, con arreglo a su propia ley, fijar las condiciones de adquisición de la nacionalidad, y que los demás Estados miembros (y la Unión en su conjunto) deben reconocer esos efectos siempre y cuando tales normas respeten el derecho de la Unión. En Micheletti, un ciudadano ítalo-argentino reconocido como italiano pudo ejercer la libre circulación como ciudadano de la UE en España, pese a objeciones de las autoridades españolas que argumentaban la falta de “vínculo efectivo” con Italia. El TJUE sentenció que España no podía ignorar la nacionalidad italiana válida de aquel individuo ni imponerle requisitos adicionales, consolidando así el principio de reconocimiento mutuo de las nacionalidades de los Estados miembros.

Este marco jurídico implica que la UE se abstiene de interferir directamente en las decisiones de Italia sobre otorgamiento de ciudadanía a sus descendientes en el extranjero. Sin embargo, ese respeto formal coexiste con implicaciones prácticas y políticas: Italia, con su política de ius sanguinis sin fin generacional, potencialmente aumenta la población ciudadana de la UE con personas originarias de países extracomunitarios. Para sus socios europeos, esto puede representar un canal indirecto de entrada de migrantes al espacio común, al margen de las políticas de inmigración y asilo de la Unión. Por ejemplo, un ciudadano argentino o brasileño con bisabuelos italianos puede obtener pasaporte italiano sin haber vivido nunca en Italia, y posteriormente instalarse libremente en Madrid, Berlín o París en virtud de la ciudadanía de la Unión. Este fenómeno –legítimo legalmente– ha suscitado en círculos europeos preocupaciones sobre la genuinidad del vínculo entre algunos nuevos ciudadanos de la UE y Europa misma. Si bien la UE no dispone de un mecanismo jurídico para objetar tales concesiones de nacionalidad (dado el mencionado ámbito competencial estatal), sí existe un debate doctrinal y político acerca de la necesidad de armonizar ciertos criterios de ciudadanía para proteger la integridad del concepto de ciudadanía europea. Se invoca a menudo el principio del “genuine link” (vínculo genuino) –proveniente del derecho internacional clásico (Caso Nottebohm, CIJ, 1955)– que sostiene que la nacionalidad efectiva presupone una conexión real de la persona con el Estado que la otorga. En el contexto de la UE, algunos analistas sugieren que la ausencia de cualquier lazo residencial, cultural o lingüístico de muchos ítalo-descendientes con Italia podría tensionar el espíritu de solidaridad sobre el que descansa la ciudadanía europea compartida.

En cualquier caso, hasta la fecha no existe una norma comunitaria que limite la política italiana de ius sanguinis. Italia debe, eso sí, ejercer su potestad nacional de manera coherente con los valores de la UE y el principio de cooperación leal (art. 4.3 del Tratado de la UE). Esto se traduce en que, aunque la UE no pueda impedir a Italia reconocer ciudadanos por lazos de sangre remotos, sí espera que dicho reconocimiento no socave derechos fundamentales ni constituya fraude de ley en el ámbito europeo. Un ejemplo de intervención indirecta del TJUE en políticas de nacionalidad fue el caso Rottmann (Sentencia TJUE de 2010), donde se evaluó la legalidad de privar de la ciudadanía a una persona si ello conlleva la pérdida de la ciudadanía de la Unión; la Corte concluyó que, aun siendo la nacionalidad competencia estatal, la decisión debía respetar el principio de proporcionalidad por afectar al estatus de ciudadano de la UE. Esta jurisprudencia sugiere que las decisiones nacionales en materia de ciudadanía no son enteramente inmunes al escrutinio europeo cuando impactan severamente en derechos fundamentales derivados de los Tratados. En consecuencia, aunque Italia cuenta con amplio margen para mantener su status quo de ius sanguinis ilimitado, debe estar atenta a las eventuales repercusiones europeas de esta elección, habida cuenta de la interdependencia normativa en la Unión.

Tensiones políticas internas: ciudadanía, diáspora e identidad nacional

La cuestión del ius sanguinis ilimitado no solo genera un diálogo a nivel europeo, sino también un vivo debate dentro de Italia acerca de la definición misma de la comunidad nacional. En años recientes, el aumento de solicitudes de ciudadanía por descendencia –especialmente desde América Latina, donde residen millones de personas con ancestros italianos– ha sometido a enorme presión administrativa a consulados y oficinas civiles italianas. Los retrasos de años para tramitar reconocimientos de ciudadanía y el colapso de las listas de espera en ciudades como Buenos Aires, São Paulo o Caracas son síntomas de una demanda que desborda la capacidad institucional. Este escenario ha llevado a algunos sectores políticos y académicos a cuestionar la sostenibilidad del modelo vigente. Se argumenta que, sin una conexión efectiva con Italia, estos nuevos ciudadanos ejercen derechos (como votar o obtener pasaporte europeo) pero carecen de un vínculo sustantivo con los deberes y la vida cívica en la República. La ausencia de requisitos de integración cultural o lingüística en la vía iure sanguinis (a diferencia de la naturalización por residencia, que exige años de arraigo y dominio del italiano) alimenta la crítica de que la ciudadanía “fácil” por sangre puede generar ciudadanos meramente formales, desvinculados de la sociedad italiana real.

Un punto de fricción interna es el peso electoral y político de la diáspora. Dado que los ciudadanos residentes en el extranjero eligen representantes propios (actualmente 12 parlamentarios entre Diputados y Senadores), ha habido ocasiones en que su voto resultó determinante en mayorías de gobierno. Ello suscita recelos en ciertos grupos: por ejemplo, tras las elecciones generales de 2006 y 2008, se debatió intensamente si era justo que los votos de italo-argentinos o italo-australianos influyeran en la formación de un Ejecutivo cuyas políticas cotidianas afectan principalmente a quienes viven en territorio italiano. Si bien la representación parlamentaria de la Circunscripción Exterior se justifica en la idea de una ciudadanía única e igualitaria esté donde esté el individuo (art. 48 Const., que garantiza la efectividad del sufragio), algunos partidos políticos han planteado reformarla o incluso abolirla, aduciendo casos de fraude electoral en el extranjero o una débil conexión de muchos votantes expatriados con la realidad nacional. Al mismo tiempo, otros partidos han sido férreos defensores de la diáspora, conscientes de que estos electores suelen respaldar determinadas opciones políticas y de que, además, mantienen vivas las redes culturales y económicas (remesas, inversiones, difusión del italianismo) de Italia en el mundo.

Otro eje de tensión interna relacionado es el contraste entre el tratamiento de la diáspora italiana y de los inmigrantes en Italia. Paradójicamente, Italia ha tenido dificultades para reformar su legislación a fin de facilitar la ciudadanía a hijos de inmigrantes nacidos y crecidos en suelo italiano (introducir elementos de ius soli o ius culturae), mientras mantiene incólume el ius sanguinis para bisnietos o tataranietos residentes en otros continentes. Este desequilibrio provoca debates ético-jurídicos: ¿responde ello a una visión restringida y étnica de la italianidad, que privilegia la sangre sobre la integración social efectiva? ¿Es coherente con el principio constitucional de igualdad (art. 3 Const.) otorgar reconocimientos masivos de ciudadanía a descendientes lejanos de italianos, cuando jóvenes nacidos en Italia de padres extranjeros deben esperar hasta la mayoría de edad para solicitar la naturalización y a menudo enfrentan obstáculos burocráticos? Diversas propuestas legislativas han intentado abordar esta dualidad: por un lado, introducir un límite generacional (por ejemplo, restringir la ciudadanía por descendencia a nietos de italianos, deteniéndose en la tercera generación); por otro, flexibilizar la adquisición de ciudadanía para quienes han desarrollado su vida en Italia sin tener antepasados italianos. Hasta el momento, ninguna de estas reformas ha logrado consenso suficiente, reflejando una división profunda en la opinión pública y en las fuerzas políticas sobre cómo redefinir el concepto de “italiano”.

En el ámbito académico y judicial interno también se ha manifestado esta división. Algunos juristas prominentes han sugerido incluso que la cuestión del ius sanguinis indefinido podría plantear dudas de constitucionalidad. Se discute si la norma vigente de ciudadanía por descendencia ilimitada podría entrar en tensión con la propia estructura constitucional del Estado italiano, por ejemplo, diluyendo el significado del demos (pueblo) sobre el que se asienta la soberanía. Un argumento es que el aumento indiscriminado de ciudadanos sin lazos reales con la República modificaría en la práctica la composición del cuerpo político, algo que debería quizás ser objeto de un replanteamiento legislativo cuidadoso y acorde con los principios democráticos. De hecho, tribunales ordinarios han llegado a elevar la pregunta de si es constitucionalmente legítimo imponer o no un tope generacional: recientemente, un juez de Bologna impulsó la idea de someter al Tribunal Constitucional la posibilidad de establecer un límite en la transmisión de la ciudadanía iure sanguinis. Asimismo, en un congreso jurídico celebrado en 2023 en la Universidad de Padua, se enfrentaron posturas contrapuestas: una corriente crítica, representada por constitucionalistas como el Prof. Fabio Corvaja, advirtió que la ley actual es “manifiestamente irracional” al permitir que “baste uno de los 16 bisabuelos, o incluso de los 32 tatarabuelos, para reclamar la ciudadanía”, alertando que ello conlleva “un aumento incontrolable de ‘no italianos’ en la República”. Desde esta óptica, se aboga por reformar urgentemente la ley para “preservar la integridad de la ciudadanía italiana”, ya sea mediante límites generacionales o requisitos de conexión cultural (idioma, conocimientos cívicos, etc.). La corriente opuesta, defendida por juristas como el Prof. Paolo Bonetti, sostiene que cualquier intento de recortar el derecho de los descendientes es contrario a la tradición italiana y podría vulnerar derechos fundamentales. Bonetti arguye que privar de la ciudadanía por vía legislativa a quienes la heredan de sus antepasados supondría desconocer la historia migratoria de Italia y hasta una posible violación de derechos humanos, enfatizando que la doble ciudadanía italo-(por origen) enriquece tanto al individuo como al país, y que muchos ítalo-descendientes contribuyen con un “turismo de raíces” y con la difusión de la cultura italiana en el extranjero. Esta visión resalta el lado positivo de la diáspora: la existencia de una “Italia global” unida por sangre, cultura y sentimiento, que es parte del patrimonio nacional y no una carga.

En síntesis, Italia vive un debate interno intenso sobre su política de ciudadanía. Este oscila entre la defensa de una visión inclusiva pero ancestral de la nación (que engloba a los descendientes lejanos de sus hijos emigrados) y la preocupación por las implicaciones identitarias y funcionales de tal amplitud. Cualquier reforma en este ámbito tocaría fibras sensibles de la identidad nacional italiana y requiere, por tanto, un amplio consenso social y político.

Efectos diplomáticos y geopolíticos de la diáspora ciudadana

La decisión de Italia de mantener el ius sanguinis sin límite generacional también tiene repercusiones en sus relaciones exteriores y en su posición geopolítica. Por un lado, constituye una herramienta de soft power: millones de personas en el mundo portan pasaporte italiano o son elegibles para obtenerlo, lo cual amplía la influencia cultural y social de Italia más allá de sus fronteras. Comunidades de ciudadanos italianos en países como Argentina, Estados Unidos, Brasil, Venezuela, Canadá o Australia actúan a menudo como puentes entre Italia y esas naciones, facilitando intercambios comerciales, turísticos y culturales. El Estado italiano ha cultivado tradicionalmente una diplomacia de la diáspora, creando instituciones como los Comites (Comités de Italianos en el Exterior) y el CGIE (Consejo General de Italianos en el Extranjero) para canalizar las relaciones con sus comunidades expatriadas. Este lazo privilegiado puede traducirse en buena voluntad hacia Italia en muchos países amigos, y en una imagen internacional de Italia como nación que no olvida a sus hijos lejanos. Desde el punto de vista diplomático clásico, tener numerosos ciudadanos propios en otro país también confiere cierto standing para interesarse por su bienestar e incluso intervenir consularmente en situaciones de crisis. Por ejemplo, durante la inestabilidad política y económica en Venezuela, el gobierno italiano –al igual que otros europeos con grandes colectividades allí– debió coordinar esfuerzos para proteger y eventualmente repatriar a nacionales italianos, lo que requirió negociación y cooperación con las autoridades locales. En este sentido, la ciudadanía extendida multiplica los frentes de actuación diplomática: las embajadas y consulados de Italia gestionan servicios (documentación, asistencia legal, protección) para una población muy numerosa, lo cual demanda recursos y a veces genera roces si las leyes locales perciben duales nacionales con recelo.

Por otro lado, la misma política puede generar fricciones diplomáticas sutiles o preocupaciones geopolíticas, especialmente dentro del ámbito europeo. Si bien ningún Estado miembro de la UE cuestiona abiertamente el derecho de Italia a determinar su ciudadanía, en privado algunos gobiernos han manifestado inquietud por el efecto llamada que la ciudadanía italiana tiene en ciertas regiones. La obtención de pasaporte italiano (y por ende europeo) por vía ancestral se ha convertido en un fenómeno conocido, hasta el punto de existir flujos migratorios motivados por este factor: por ejemplo, ciudadanos latinoamericanos con raíces italianas que primero obtienen la ciudadanía italiana y luego ejercen la libre circulación para residir en otros países de la UE, contribuyendo a movimientos poblacionales intraeuropeos no siempre fáciles de rastrear en las estadísticas migratorias tradicionales. Desde la perspectiva de países receptores en la UE, estos inmigrantes son formalmente ciudadanos comunitarios (no inmigrantes extracomunitarios), por lo que escapan a los controles de inmigración y tienen acceso inmediato al mercado laboral y a los sistemas de bienestar en igualdad de condiciones. Si bien cuantitativamente este flujo aún es modesto en comparación con la inmigración por otras vías, su mera posibilidad ha estado presente en discusiones europeas sobre armonización de criterios de concesión de ciudadanía. La UE ha mostrado especial atención a prácticas de algunos Estados que otorgan ciudadanía de forma expedita a personas adineradas (“golden passports” o ciudadanías por inversión), por considerarlas potencialmente contrarias al espíritu de cooperación (dado el riesgo de blanqueo de capitales o seguridad). Aunque el caso italiano es distinto en cuanto a motivación (se basa en vínculos de sangre, no en inversión económica directa), el trasfondo geopolítico es similar: la decisión soberana de un país de conceder pasaporte a personas fuera de su territorio tiene efectos más allá de sus fronteras, requiriendo cierto grado de entendimiento diplomático con sus socios.

Asimismo, en el plano bilateral con países de acogida de la diáspora, podrían surgir tensiones si las políticas italianas influyen en dinámicas locales. Por ejemplo, un país latinoamericano con un elevado porcentaje de su población nacionalizable como italiana podría ver cómo una parte de sus ciudadanos opta por emigrar a Europa aprovechando esa nacionalidad recuperada, lo cual podría generar brain drain (fuga de cerebros) o pérdidas demográficas sensibles. Hasta ahora, la mayoría de gobiernos latinoamericanos han mantenido una postura de respeto y cooperación al respecto, considerando la doble ciudadanía como un derecho individual y valorando los lazos históricos con Italia. De hecho, en muchos casos existen acuerdos entre Italia y esos Estados para evitar la doble imposición fiscal o para reconocer pensiones, lo que muestra un enfoque colaborativo. Sin embargo, subyace el hecho de que Italia, a través de su ciudadanía expansiva, ejerce una suerte de atracción sobre personas que legalmente pertenecen también a otras naciones, lo cual requiere un delicado manejo diplomático para no ser percibido como injerencia. La clave suele estar en el equilibrio: Italia promueve el vínculo cultural con sus descendientes, pero a su vez reconoce la soberanía de los países donde ellos residen, animando la integración local y el respeto a las leyes de esas naciones (por ejemplo, Italia no obstaculiza que sus ciudadanos adquieran la nacionalidad local, ya que admite la doble ciudadanía, y colabora para que el estatus dual no genere conflictos de lealtades).

En el marco de la UE, los efectos geopolíticos se reflejan también en la dinámica de negociaciones y alianzas internas. Italia podría, en hipotético caso de enfrentarse a críticas formales sobre su política de ciudadanía, buscar apoyo de países con situaciones similares (aunque no haremos comparaciones explícitas, es sabido que la cuestión de las diásporas afecta a varias naciones europeas). Por ahora, el asunto se ha mantenido mayormente en el plano doméstico italiano, pero su trasfondo geopolítico invita a pensar en futuros escenarios: ¿qué ocurriría si Italia decidiese, bajo presión interna o externa, restringir drásticamente el ius sanguinis? Probablemente debería gestionar las repercusiones diplomáticas con países de su diáspora (que podrían percibirlo como abandono de las comunidades italo-descendientes) y con la UE (que sin duda vería con buenos ojos una convergencia mayor en criterios de adquisición de ciudadanía). Por el contrario, si Italia persevera indefinidamente en la concesión amplia de su ciudadanía, es previsible que deba seguir justificando y explicando esta postura en los foros europeos, enfatizando su fundamento constitucional y histórico para disipar recelos. En suma, las opciones de Italia en este ámbito también son decisiones de política exterior, en las que sopesar las ventajas de su extendida comunidad nacional global frente a las eventuales tensiones con aliados y socios.

Soberanía nacional vs. obligaciones derivadas de la pertenencia a la UE

El mantenimiento del ius sanguinis ilimitado en Italia pone de relieve un dilema clásico del derecho constitucional contemporáneo: ¿hasta dónde llega la soberanía nacional en un contexto de integración supranacional?. La Constitución italiana, en su Artículo 11, proclama que Italia “consiente, en condiciones de paridad con los demás Estados, a las limitaciones de soberanía que sean necesarias a un orden que asegure la paz y la justicia entre las naciones”. Este principio ha sido interpretado como la base para la participación italiana en la UE y la primacía del derecho comunitario sobre el interno en las materias de competencia europea. A su vez, la reforma del Artículo 117 de la Constitución (2001) estableció que la potestad legislativa italiana, tanto estatal como regional, debe ejercerse respetando las “limitaciones derivadas del ordenamiento comunitario” (hoy derecho de la Unión). No cabe duda, entonces, de que Italia ha aceptado constitucionalmente ciertas cesiones de soberanía en favor de la construcción europea. Sin embargo, la materia de ciudadanía permanece –al menos directamente– fuera del alcance de dichas cesiones, al no existir hasta ahora una política común de nacionalidad. La soberanía italiana en definir su cuerpo de ciudadanos se mantiene incólume en lo esencial; pero, como se ha expuesto, las consecuencias de esa definición trascienden las fronteras nacionales cuando esos ciudadanos pasan a engrosar la ciudadanía de la Unión.

El equilibrio al que se enfrenta Italia consiste en ejercer su autonomía nacional sin contravenir el espíritu de cooperación y solidaridad europeo. En términos prácticos, esto significa que Italia debe calibrar el impacto de sus leyes de ciudadanía en el conjunto de la UE. Aunque jurídicamente la UE no pueda vetar una norma italiana que otorgue la ciudadanía a tataranietos de emigrantes, políticamente Italia asume un compromiso de diálogo y transparencia con sus socios. Por ejemplo, ante cualquier reforma en estudio sobre la Ley de Ciudadanía, es previsible que surjan consultas informales o discusiones en ámbitos comunitarios si dicha reforma afectase significativamente a la composición de la población europea (imaginemos una regularización masiva, etc.). Italia tendría que justificar que sus decisiones responden a legítimos objetivos nacionales (como la protección de su identidad cultural y la unidad familiar a través de las generaciones, valores reconocidos también en instrumentos internacionales) y que no vulneran obligaciones específicas del derecho de la UE.

Un aspecto delicado es la cuestión de los derechos y deberes recíprocos. Los ciudadanos italianos que residen en otros Estados miembros ejercen derechos en esos Estados (p.ej., trabajar, acceder a servicios sociales bajo ciertas condiciones), generando deberes de protección en el Estado de acogida; recíprocamente, la presencia de ciudadanos de otros países de la UE en Italia impone a las autoridades italianas obligaciones de trato igualitario. En este contexto, si una porción significativa de ciudadanos italianos/europeos carece de un vínculo sustancial con Italia, podría plantearse si los mecanismos actuales de coordinación son suficientes. Por ahora, no existe un marco legal que exija al nuevo ciudadano europeo algún tipo de “afinidad” con la Unión, más allá de su nacionalidad formal. Pero conceptualmente, la UE se sustenta en la idea de una ciudadanía “adicional” (la europea) que complementa pero no sustituye a la nacional. Esto deja espacio a tensiones: la UE confía en que los Estados miembros actúen con responsabilidad al conceder ciudadanías que conllevan el preciado estatus europeo, mientras que los Estados, como Italia, confían en que su soberanía en la materia será respetada incluso si sus políticas divergen en alcance o criterio de las de otros países.

En la práctica, Italia se encuentra en una posición de equilibrista jurídico. Por un lado, debe honrar sus propias normas constitucionales y el contrato social implícito con su diáspora, manteniendo la promesa histórica de que la italianidad se transmite por la sangre sin caducidad generacional. Esa promesa está arraigada en consideraciones tanto sentimentales como jurídicas: la Constitución tutela a los emigrantes y sus descendientes, y la República se ha definido a sí misma como una comunidad que trasciende la geografía inmediata. Renegar abruptamente de ese pacto podría implicar no solo reformas legales controvertidas sino también un replanteamiento identitario nacional. Por otro lado, Italia tiene el deber de lealtad hacia la Unión Europea de la que es miembro fundador. Ello implica evitar que sus decisiones nacionales comprometan objetivos comunes o creen desequilibrios serios. Si hipotéticamente la política de ius sanguinis ilimitado llegara a percibirse como una vulneración de confianza (por ejemplo, si derivara en problemas de seguridad o en abusos significativos del régimen de libre circulación), Italia se vería compelida moralmente –si no jurídicamente– a ajustar su rumbo. En este sentido, la estrecha colaboración con instituciones europeas es clave: la Comisión Europea, aunque respete el ámbito nacional, podría emitir recomendaciones o líneas guía sobre nacionalidad y ciudadanía europea; igualmente, el Parlamento Europeo podría promover debates sobre la necesidad de criterios compartidos. Italia, para preservar su margen de maniobra, tendría que mostrar disposición a escuchar esas preocupaciones y, eventualmente, a participar en soluciones colectivas (por ejemplo, acuerdos no vinculantes de buenas prácticas en materia de ciudadanía, o cooperación consular para gestionar los flujos de nuevos ciudadanos europeos provenientes de fuera de la UE).

En suma, la dialéctica entre soberanía y supranacionalidad en este tema no se resuelve en términos absolutos, sino en la búsqueda constante de acomodo. El caso italiano es ilustrativo de cómo un Estado puede ejercer un derecho soberano legítimo –determinar quiénes son sus nacionales– y al mismo tiempo generar consecuencias que obligan a un diálogo con sus pares. La Constitución italiana proporciona bases tanto para la defensa de su status jurídico propio (principio de soberanía y continuidad histórica del pueblo italiano) como para la apertura hacia la integración (consentimiento a limitaciones de soberanía por pactos internacionales). La clave está en armonizar ambos planos, preservando la esencia de la ciudadanía italiana sin aislarse del contexto europeo.

Conclusión

El mantenimiento por parte de Italia del ius sanguinis sin límite generacional ejemplifica un reto jurídico-constitucional con aristas geopolíticas. Se trata de un equilibrio difícil entre fidelidad a la propia historia y Constitución, y adaptación a un entorno europeo e internacional cambiante. Desde la perspectiva interna, esta política ha permitido a Italia reconocerse en su diáspora global, extendiendo los derechos ciudadanos a generaciones de descendientes de emigrantes y reafirmando un principio de continuidad nacional. Sin embargo, también ha abierto interrogantes sobre la definición misma del pueblo italiano en el siglo XXI, generando debate sobre la cohesión cultural, la participación cívica y la equidad entre distintos colectivos de residentes y descendientes. Desde la perspectiva europea, la generosidad ciudadana italiana pone de relieve la ausencia de una armonización comunitaria en materia de nacionalidad y tensiona el concepto de ciudadanía de la Unión, obligando a reflexionar sobre los mecanismos de confianza mutua entre Estados miembros.

Italia debe navegar entre las demandas de su diáspora –que ve en la ciudadanía un justo reconocimiento y un valioso recurso personal– y las expectativas de sus socios europeos, preocupados por mantener la integridad y la seguridad del espacio común. Cualquier cambio en la legislación italiana de ciudadanía implicaría impactos multilaterales: una eventual restricción del ius sanguinis podría enfriar los vínculos con comunidades históricamente ligadas a Italia, mientras que su continuidad irrestricta podría seguir suscitando críticas o incomodidades en determinados foros de la UE.

En la actualidad, la postura italiana sigue siendo la de defender su modelo, apoyándose en sólidos argumentos constitucionales y en la idea de que la ciudadanía no es un juego de suma cero, sino un puente entre naciones. No obstante, el contexto no es estático: las presiones demográficas, las dinámicas migratorias y las sensibilidades políticas evolucionan, tanto dentro de Italia como en Europa. Por ello, es fundamental un enfoque prudente y dialogante. El debate sobre el ius sanguinis ilimitado probablemente continuará en los próximos años, alimentado por casos concretos y por reflexiones doctrinales, y requerirá de juristas y legisladores una visión de conjunto que contemple los valores constitucionales italianos, la realidad de la Unión Europea y el legado vivo de la diáspora. Solo mediante ese enfoque integral podrá Italia aspirar a resolver el conflicto geopolítico aparente entre su soberanía en materia de ciudadanía y las obligaciones y expectativas derivadas de ser parte de una comunidad supranacional, sin renunciar ni a sus raíces ni a su futuro común europeo.

Antes de ser abogada, estuve en tu lugar. Obtuve mi ciudadanía italiana, y fue ahí que me enamoré del derecho internacional, más precisamente del Derecho constitucional italiano.

Ni bien me recibí cómo abogada en la UNLP, viajé a Bologna, Italia, a realizar un Magíster en diritti constituzionale e diritti-umani. En simultáneo, a día de hoy, junto a mi equipo profesional, ayudé a más de 10.000 personas a obtener su doble nacionalidad. La empresa se encuentra en constante crecimiento, tanto de infraestructura, cómo de equipo y siempre en la vanguardia tecnológica, garantizando al 100% los procesos de nuestros clientes.

A día de hoy me encuentro terminando mi tesis, pero sin abandonar ni un segundo lo que me hace felíz y me motiva cada día, abrirle las puertas al mundo a miles de personas.

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