Este es el noveno artículo de una serie en la que vengo analizando, desde una perspectiva jurídica y crítica, la Ley N.º 74/2025. A diferencia de las entregas anteriores, donde desarrollé aspectos normativos, constitucionales y comparados, hoy me detengo en sus consecuencias sociales, simbólicas y políticas. La ciudadanía no es solo un derecho jurídico: es también un vínculo, una memoria transmitida, una forma de pertenencia que se expresa, incluso, antes de estar formalizada en un documento. Lo que esta ley rompe no son solo trámites: rompe biografías familiares y proyectos colectivos construidos alrededor del reconocimiento de un origen.
Italia venía sosteniendo, desde la Ley N.º 91/1992, un modelo que reconocía la italianidad por sangre sin límite generacional, sin exigencia de residencia y sin barreras territoriales. Ese modelo había permitido que millones de personas en América Latina, África, Norteamérica y otras regiones pudieran acceder a la ciudadanía en virtud de una filiación directa y de un vínculo cultural y afectivo sostenido a lo largo de generaciones. Era un sistema con imperfecciones, pero fundado en una lógica de apertura, reparación y continuidad.
La Ley N.º 74/2025 rompe con ese paradigma. No lo reemplaza por uno nuevo: lo clausura. Elimina la presunción de italianidad para los nacidos en el extranjero que posean otra nacionalidad. Introduce filtros generacionales, requisitos documentales estrictos, plazos perentorios y exigencias de residencia que alteran por completo la configuración histórica del derecho a la ciudadanía. El efecto inmediato es una fragmentación: padres que logran ser reconocidos, hijos que no; personas que esperaron durante años su turno consular y fueron excluidas por pocos días; familias divididas por cortes burocráticos que no reflejan ninguna diferencia sustancial en cuanto al derecho.
Pero el efecto más profundo no es administrativo. Es político. La ciudadanía italiana por descendencia era un canal de integración cultural y de afirmación identitaria que fortalecía el vínculo entre Italia y su diáspora. Esa red —hecha de asociaciones, consulados, escuelas de idioma, redes económicas y relaciones afectivas— encontraba en la ciudadanía una garantía simbólica y jurídica. Con esta reforma, ese vínculo se debilita. No solo porque se restringe el acceso, sino porque se cambia el mensaje: ya no importa tanto el origen o el apellido. Importa el documento, la fecha y la residencia.
La reacción de la sociedad civil fue inmediata. Asociaciones de italianos en el exterior —especialmente en Argentina, Brasil, Uruguay y Venezuela— comenzaron a organizar campañas de información, recolección de firmas, consultas jurídicas colectivas y recursos ante organismos nacionales e internacionales. Muchos estudios jurídicos, redes comunitarias y actores institucionales comenzaron a recibir cientos de consultas de personas que vieron sus procesos interrumpidos sin posibilidad de defensa administrativa. Se está gestando un movimiento que, más allá del camino judicial, busca reclamar una coherencia histórica: la italianidad no puede depender de una fecha de corte ni de un sello en un pasaporte.
Al mismo tiempo, la Ley generó tensiones dentro del sistema político italiano. Mientras algunos sectores defienden esta reforma como una forma de “ordenar” o “limitar abusos”, otros la denuncian como un retroceso injustificable. Lo cierto es que fue aprobada con poca deliberación pública y sin una verdadera consulta con las comunidades afectadas. Y esto importa, porque el cuerpo electoral de los italianos en el exterior representa no solo una cifra significativa, sino un capital cultural, simbólico y político que ha sostenido a Italia más allá de sus fronteras.
Esta reforma no se da en el vacío. Se da en un contexto en el que Europa debate el sentido mismo de la ciudadanía: si debe ser restrictiva o inclusiva, si debe reconocer la historia o limitarse al presente, si debe premiar la residencia o respetar la filiación. Italia, con esta ley, se coloca en la vereda opuesta a sus vecinos que han elegido caminos de reencuentro con su diáspora. El resultado es un país que se aísla justo cuando más necesita reconstruir sus vínculos globales.
Más allá del contenido técnico, esta reforma deja una herida. No hay acto administrativo que compense la pérdida de un derecho que una familia sostuvo durante generaciones. No hay burocracia que reemplace la legitimidad afectiva de pertenecer. Por eso, este artículo no es solo un diagnóstico. Es también una invitación a resistir esta narrativa del descarte y a defender el derecho a ser reconocidos no por lo que falta, sino por todo lo que ya nos une.
En el próximo y último artículo de la serie analizaré los caminos jurídicos disponibles para cuestionar esta reforma: acciones individuales, amparos, estrategias procesales, articulación con jurisprudencia internacional y activación de vías políticas y comunitarias.
Antes de ser abogada, estuve en tu lugar. Obtuve mi ciudadanía italiana, y fue ahí que me enamoré del derecho internacional, más precisamente del Derecho constitucional italiano.
Ni bien me recibí cómo abogada en la UNLP, viajé a Bologna, Italia, a realizar un Magíster en diritti constituzionale e diritti-umani. En simultáneo, a día de hoy, junto a mi equipo profesional, ayudé a más de 10.000 personas a obtener su doble nacionalidad. La empresa se encuentra en constante crecimiento, tanto de infraestructura, cómo de equipo y siempre en la vanguardia tecnológica, garantizando al 100% los procesos de nuestros clientes.
A día de hoy me encuentro terminando mi tesis, pero sin abandonar ni un segundo lo que me hace felíz y me motiva cada día, abrirle las puertas al mundo a miles de personas.




